Su padre comentó alguna vez que lo había imaginado abogado, pero el joven decidió que lo suyo era la cocina y cambió leyes por cacerolas, sin olvidar raíces y pertenencia, haciendo de su interpretación de la gastronomía un viaje de ida, con una marca que nosotros los peruanos lucimos orgullosos.
Difícil para mi describir lo que sentí caminando por esa feria. Acostumbrada a encuentros diferentes: escenarios de conciertos, alguna muestra de producto, exposiciones, sets de televisión, producción publicitaria y televisiva, prueba de algo que me llame la atención y un apretón de manos. Allá todo fue distinto: un predio enorme, más de trecientos mil visitantes con entradas agotadas, representantes de los mejores restaurantes peruanos que nos permitieron probar sus especialidades, atendidos por sus dueños, por apenas 12 soles; vendedores
ambulantes (los señores y señoras de las famosas carretillas) para delirar con unos anticuchos recién asados que saben a gloria o con sanguches de pavita imposibles de describir, restaurantes que al final de una larga fila me llevaron al encuentro de un ceviche especial, el que produce Javier Wong, un cocinero que trabaja con un único ingrediente: lenguado casi vivo, recién arrancado al mar y con el que además hace algún salteado.
Necesitamos una pausa, digo necesitamos, porque fui a Mistura compañada, de alguien a quien le fascina cocinar y que podría decir, cocina como los dioses. Bueno, es hora de las charlas y las posibilidades son variadas, están Alex Atala, de Brasil, y también Andoni Luis Aduriz o Joan Roca, entre muchos chefs de primera categoría que vinieron desde lejos a contar sus novedades, aunque los veo tan sorprendidos como yo, por lo que los rodea.
Seguimos y volvemos a esa sensación casi de delirio. Pasamos por el puesto de comidas de Amazonas y nos detenemos en uno de picarones, unos buñuelos fritos crocantes, riquísimos. Ahora al mercado, sector donde productores de todo el país explicaban orgullosos sus frutos. En esos puestos, pensaba, la papa será la reina, pero me equivoqué, con ella conviven hierbas rarísimas, maíces de colores, frutas ácidas hasta el llanto y otras dulces, como los besos.
En todas partes nos sentimos mimados, nos explican mitología, leyendas y usos, historias que tal vez tengan miles de años. La tentación es más fuerte y decidimos comprar: limoncitos sutiles, perfumados, que darán sabor a un intento de ceviche o a mi pisco sour; agregamos bandejas de ajíes de todos los colores, formas, aromas y sabores, recordando que los llaman el ADN de la cocina peruana y que sin ellos no hay comida posible. Papines que provienen de miles de metros de altura y maníes del Inca, con mucho omega 3, nos aclaran.
Me detengo en un puesto donde una señora con arrugas marcadas por el sol de los Andes me pregunta, casi en secreto, si alguien me espera. Con una sonrisa asiento, y entonces me ofrece maca, un tubérculo que, me explica, hará mis noches más felices. Cuando creo que la compra está terminada, me dice que también debo llevar mashua, otra raíz de forma extraña y efecto contrario a la maca: “por si el señor no se portó bien y no le fue fiel”. Guardo mis compras en la bolsa, las llevaré al departamento, sin aclarar cuál es cuál. Un secreto que sólo las mujeres deben develar.
Vuelvo a Mistura a lo largo de los cuatro días, el olor de la comida se mezcla con la música. Antes de terminar con esta gloriosa, espectacular y ya tradicional feria gastronómica, me digo que es hora de un helado de lúcuma, esa fruta de textura aterciopelada y sabor dulzón que me preparará para un momento inesperado.
La cocina peruana: se trata, digo, de una cocina de colores, sabores definidos, deliciosos, con vida y muy erótica.