Un cielo limeño, un cielo espeso, muy espeso, premonitorio, sin piedad. Mi chompa está helada y el viento me da escalofríos. Estoy inmóvil, los ojos miran, mi mirada mira los bares y cafés abiertos, las calles saturadas, es una ciudad que te come poco a poco. Tengo hambre. Tengo sed.
La silueta de una ambulancia atraviesa el límite visual de la avenida como en cámara lenta, y va con urgencia pero curiosamente en silencio, como si llevase un fantasma moribundo.
Justo, justo en ese momento él atraviesa la calle sin preocuparse del frío tan penetrante e hiriente. Le observo deslizarse por el parque como en un sueño, y recuerdo nuestros encuentros en su estudio. Conozco a su pareja, es tan bello como él, es hombre como él. Y yo soy el vértice de ese triángulo de deseo y transgresión, alguien imposible y no tan posible de posible. Me detengo mientras él se aleja y me despierto con otro sueño en la vigilia. Nuestras tardes de cine, John Cage y el teatro de la muerte de Kantor. Aquel anochecer, escuchando a Phillip Glass, en el cual él me fotografió incansablemente mi ojo derecho, mi ojo izquierdo, mis ojos, para ilustrar su sueño, los tarjetones de su película.
Aquella noche en que me sonrió, ya habíamos fumado y bebido, y nos habíamos mirado, con caricias, sin palabras, con ternura. Ya teníamos la suficiente dosis de vida en nuestra sangre como para que él me diera un beso en la mejilla y me dijera antes de marcharse que para hacer el amor, no siempre es necesario tener sexo.